EN UNA CÁRCEL-REFORMATORIO JUVENIL.
Como “no hay
dos sin tres”, a los pocos días el P.Ulpiano, en su buena intención de ponerme
en contacto con diversas realidades pastorales peruanas, me dijo:
“como te he
oído en las charlas a los universitarios, creo que vas a defenderte bien con
otro grupo de jóvenes; aunque pertenecen a otro ámbito muy diferente, son
chicos delincuentes y con problemas de
adaptación social, los conozco y les he hablado de ti; se han ilusionado y ya
te están esperando.
No quiero que vayas obligado.
Ya te lo he dicho; ahora
depende de ti.”
Acepté el
reto, aunque nunca había trabajado ni tocado el tema concreto de apostolado
entre jóvenes conflictivos. Se trataba de “poner toda la carne en el asador” y
confiar en que no se quemara; una semana de riesgo, pensé. Estaba ante lo
desconocido.
“Cogí muy
fuerte el toro por los cuernos”, con mi Crucifijo misionero, la Biblia bajo el
brazo y mi mano firmemente agarrada a la de mi Madre Virgen María (como hago siempre) y me dirigi hacia
la cárcel-reformatorio ubicado el la zona de Callao; por una vez, la
primera, iba “como cordero al
matadero” y notando el
miedo en mi cabeza y en mi estómago.
El buen y caritativo P. Ulpiano me
acompañó y presentó a las Autoridades
del centro penitenciario y a todos los inquietos chavales residentes.
En
unos minutos,
terminados los saludos, se fueron todos lo jefes y
quedamos solo los chicos y yo.
Intenté que
perdieran el miedo; aunque el “cagao” era yo, más que ellos. me esforcé en
hacerles comprender que yo no pertenecía al equipo de vigilancia del centro,
que en realidad yo era como ellos, uno de ellos.
Lo importante era pasarlo bien
esa semana; que íbamos a compartir juntos espacio, tiempo, sufrimiento
carcelario y alegrías de jóvenes.
Esperaba que
se rompiera el hielo y la distancia que nos seguía separando tensamente. La
Providencia y, quizás, la
buena suerte gitana (que tamién existe):
a uno de los
chicos se le ocurrió cogerme la mano izquierda y fijándose en el Cítizen de mi
muñeca, con cierta vergüenza, dijo:
“ Padrecito,
¡qué reloj tan bonito tiene! ¿me
lo deja ver”?
Y,
desabrochando el reloj, lo puse en
la mano y dije:
“claro
hombre; póntelo y verás que bien
te sienta. mejor que a mí"
Todos los
chicos rompieron en risas y algunos decían:
“Padrecito,
se ha quedado sin reloj”,
“ese chamaco es un ladrón,”
“como la mayoría de
nosotros,”
”usted no conoce a esta gente,”
”ya no lo verá más,” “¿dónde está el
reloj?”
Se formó una
auténtica algarabía. Al oír, los vigilantes se hicieron presentes, y
preguntaban si pasaba algo; los tranquilicé, y les advertí:
“que no
temieran, que los chicos eran excelentes; que yo me bastaba y sobraba para
mantener el orden. Algo les habrá hecho gracia y se han reído, se han puesto a charlar; pero eso es todo,
Váyanse tranquilos, pues aquí no pasa nada”
La verdad
era otra. Había pasado todo.
Aquellos “¿mal intencionados chicos?” y yo habíamos roto las barreras del
miedo; habíamos superado la prueba
de todas las
desconfianzas; nos habíamos convertido en “cómplices mutuos” la batalla estaba
ganada.
No fue mi pericia, ni mis dotes de psicólogo, ni siquiera mis buenas
cualidades de orador ni mi estrategia de predicador convincente.
Aquel nuevo
invento japonés del Sr. Zai Znu, y que el entonces Alcalde de Tokyo bautizó con
el nombre de CITICEN, esperando que los buenos nipones fueran tan ahorrativos
como este “ciudadano” del que se esperaba que incluso hablara algún día, fue el
artífice de aquel momento tan crítico. Si de él se han fabricado más de 200 modelos, de los que se han vendido
más de 300 millones de piezas, allí, entre aquel joven misionero y 300 chicos
presos del reformatorio, hizo de “ciudadano ejemplar” y sirvió de “modelo” que
nos “conquistó” con su “discurso silencioso”.
Aquel
humilde reloj de acero alimentaba su cuerda solo por medio de una pieza que giraba en su interior con el
simple movimiento inconsciente de la mano de su usuario. Sin querer “inflar el
perro”, lo digo convencido de que él fue El Mejor.
Y, sin dar mayor importancia a este producto de la Ciencia,
dudo si hay alguien en el mundo que pueda otorgar a una pieza de
buen metal el título de “CITIZEN MISIONERO” .
Y dí las gracias a Dios por él.
Al día
siguiente, madrugué un poco y me presenté el Reformatorio para colocarme en una
de las filas de espera con el
jarrito y el plato de presidiario con la intención de tomar el desayuno con
ellos; cuando le llegó el
turno, el funcionario le entregó un panecillo y le llenó el jarrito de aluminio
de una especie de líquido viscoso, que él desconocía; se dirigió a las mesas
del comedor, donde encontró un asiento libre; antes de probar, ya sintió asco,
pues tenía un aspecto feo, como tirando a mocos; mojó un trozo de pan en el
jarrito y, al notar el tacto de “aquello” sobre la lengua, se levantó marchó
sin decir palabra en busca del servicio más cercano y con lágrimas en los ojos
de impotencia y vergüenza devolvió, no el desayuno, sino la cena del día
anterior.
Los chicos ,
y también los funcionarios, fueron testigos directos de aquel mi ruidoso y
vergonzoso espectáculo.
No era
para tanto.
Todos se tomaban aquel desayuno con naturalidad y satisfacción; lo
que a mí parecían mocos, era yuca molida y licuada, resulta ser
un excelente alimento.
Todo fue
cuestión de ignorancia por mi parte. Ignorancia con una gran dosis de imprudencia.
Quise ir de “curita
modelo” y terminé haciendo el
ridículo. Intenté dar un ejemplo de humildad, y resultó ser un “humillante farol”.
Me recuperé
de mis ascos injustificados; el propio Director de la Prisión se interesó por
mi y me ofreció un café delicioso, y me dirigí al pabellón con mis chavales.
Al
entrar estaban muy calladitos y vigilados por el equipo de funcionarios de la
prisión.
Al verme,
recibí uno de los aplausos más grandes de toda mi vida.
Sentí vergüenza, pero
al mismo tiempo comprendí
que aquellos “delincuentes” quizá no lo eran tanto; allí estaban por algo, pero
en su corazón quedaba
todavía mucha nobleza y capacidad
de comprensión.
Salieron los
vigilantes y antes de empezar yo, fueron ellos los
que dijeron cosas, cuyas expresiones me reservo por delicadeza:
-“Padrecito,
¡qué valiente es usted!”
-“¡Tiene
unos (aguacates?) que se los pisa!”
-“¡Todos los
curas tendrían que ser como usted!”
-“¡No se
vaya nunca de con nosotros!”
-“¡no se
corte con nosotros. Haremos todo lo que usted nos pida!”
-“¡Viva
usted y la madre que le parió!”
-“.... dijeron muchas más cosas (los chicos eran más de 200) y más
fuertes que las anteriores)... el "padrecito" ante estas situaciones ni
se inmuta (faltaría más)... oir y callar.¡¡¡¡¡¡¡¡silencio!!!!!!!!
Escribí en
la pizarra, para que ellos respondieran en un folio que repartí, las siguientes
propuestas e ideas
de
reflexión:
01.- ¿Por
qué estoy metido en este reformatorio?
02.- ¿Soy yo
el culpable o han sido otros?
03.- ¿me
agarraron “con las manos en la masa”?
04.- ¿Fui
víctima de una denuncia?
05.- ¿Qué
tengo contra los curas?
o6.- ¿He
sido o soy víctima de malos tratos?
07.- ¿Me
siento capaz de perdonar a los que me hicieron algún mal?
08.-
Califica de 0 a 10 a los funcionarios de esta prisión (sin dar nombres).
09.- Estás a
gusto, o no, asistiendo a estas charlas conmigo?
10.--Hago
tres propuestas de conversación religiosa.
11.- Hago
tres propuestas de conversación no religiosa, sino familiar o social.
12.- ¿Quieres sentirte amigo de Jesucristo?
Las
respuestas escritas no llegaron a 50; el resto eran analfabetos
o casi.
Debía yo haberlo
averiguado antes. Pero cuando me lamentaba por ello, sucedió algo digno de ser
mencionado:
La gran mayoría tomó la palabra y conforme levantaban la mano,
venían al estrado y soltaban por sus bocas toda la verdad desnuda y algunos “a
lo bestia” sobre los puntos
propuestos.
Quedé tan impresionado que fui a conversar con el Director, que
valoró muy alto mi atrevimiento, y se alegró por ello. Me dijo:
“No me lo
puedo creer; en solo dos días ha logrado usted cambiar el comportamiento de
“estos hijos de perra”.
Usted ha conseguido con su palabra y su actitud con lo
que nosotros no conseguimos ni a palos”.
Terminó él de hablar y me levanté con
lágrimas en los ojos, sin decirle cosa alguna. El dijo:
“Padre, ¿por
qué llora usted? al contrario, puede sentirse muy satisfecho por el éxito de su
excelente y fructífera labor como
sacerdote”.
(continuará)
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