ENTRE MACHU PICHU Y PACHACAMAC
(para una velada navideña,
como regalo a mis lectores)
Cuando en el año 1962 llegué a Lima,
un joven universitario me contó un mítico acontecimiento legendario acaecido en
los albores de la Historia del Perú.
Al año
siguiente, escuché la misma leyenda, de labios de una mujer, recolectora de copos de algodón, donde,
con su bebé a la espalda, dormidito todo el día, por los efectos alcohólicos de
la chicha morada, que ella le daba para que no le molestara en su esclava tarea
de enriquecer al abusivo e inhumano hacendado.
Mientras
el joven universitario criollo se mostraba orgulloso de sentirse una promesa literaria de la gloriosa y
exquisita narrativa sudamericana, la
joven madre inca hablaba llorando
sus penas de ser una de las víctimas
sexuales de su deshonesto dueño.
Tardó
muchos días para abrir su corazón ante mi; le daba mucha vergüenza y sentía
miedo, por si “el padrecito” se lo
contaba al “hacendado sin corazón” (fueron sus palabras).
Ella
había oído esta leyenda tantas veces que, incluso, la sabía de memoria; mientras relataba cada parte, lloraba
recordando, con indescriptible nostalgia,
el glorioso pasado de su pueblo, ese que los “poderosos conquistadores” les
arrebataron un triste día de enero de 1553.
Te
encuentras con una realidad sociológica y religiosa, en que se mezclan
sentimientos cristianos, que mantienen vivos después que, en 1714, el Cura Toribio les bautizara en
la Pila bautismal, en la que, igual que en las actas del registro parroquial,
aparece la firma de Toribio, junto a las
de los misioneros españoles, sin haber olvidado sus milenarias tradiciones incas.
Entre las
numerosas experiencias humanas y divinas, que viví en mi siempre recordado y
querido Perú, hay algunas que no he podido más marcaron mi vida de misionero católico, en
mi afán de cumplir mi hermosa tarea de anunciar el Evangelio a un pueblo de
hondo sentido religioso en torno a
Pachacamac, un centro y punto de atracción para los habitantes del
norte, el este y sur, los hijos de Inti
se hicieron dueños de este vergel paradisiaco.
Por las
huellas y los restos arqueológicos, sabemos que en este lugar sagrado ya
vivieron los humanos del Paleolítico final del octavo milenio.
La
actuación de los conquistadores
españoles no fue acertada, cuando Hernando Pizarro y sus hombres, saqueo
funesto día 30 de enero de 1553; asaltaron sus palacios, sus templos y hogares,
exigiendo oro, joyas y amuletos, para el rescate de su Emperador Atahualpa,
impuesto a los incas por su hermanísimo Francisco; en busca del preciado metal, asolaron sus
altares, y quemaron la ciudad sacrosanta de los antiguos oráculos, asesinando a
los que se oponían a entregar as
ofrendas a su dios Pachacamac.
Experiencias
indígenas entre los miembros de una tribu
del río Ucayali, los shilpiba, o con
alguno de los llegados de todo
los rincones de los Andes a la barriada de Lima; pero lo tuve más fácil,
ya que mis gentes del Valle Sagrado de los antiguos Incas que, tras la unificación de Machu Pichu y
Pachacamac, llevaban habitando desde siempre
junto a las ruinas de aquella ciudad mítica y marítima que, tras la independencia
del Perú, el 28 de julio de 1811, había permanecido
semienterradas por la arena, el paso nefasto
sangriento de los enfurecidos trujillanos, hasta mi corta estancia misionera en
el Valle en tormo al río de Lurín, cuando tomaron fuerza las excavaciones de la
zona; eran frecuentes las visitas de algún profanador de tumbas, ofreciendo
amuletos de oro, a bajo precio (yo
mismo rechacé estas gangas, por el mero hecho de no caer en algún desaguisado
legal, y sabido que mi situación de Sacerdote Misionero no era precisamente
adecuado caer en tan desagradable comercio).
Con estos preliminares, superados
todos los miedos, reafirmada la confianza,
la joven madre inca, muy emocionada, y con las palabras más sencillas que había
oído jamás, (que yo traduzco para todos vosotros), comenzó su legendaria
narración:
“LOS ISLOTES DE SAN PEDRO” de Lurín, (Lima, Perú)
“Cuentan mis antepasados que,
hace muchísimos años, en este frondoso valle de Lurín, habitaba una doncella de incomparable belleza natural, hija
de unos agricultores incas; un día cruzó por
sus tierras Curinaya Wiracocha, un dios de este sagrado valle; cuando
contempló a la joven campesina, bañándose desnuda en un recodo del río, prendado de tanta singular
hermosura, quedó enamorado locamente de ella.
Wiracocha era más bien un ser de
costumbres no habituales, iba pobremente vestido y, más que un dios, parecía en
extravagante pordiosero, no solo en su andar cotidiano entre las gentes, sino,
incluso en las asambleas de los dioses; por lo que era llamado, irónicamente, “el piojoso”.
Pasaban semanas y su amor crecía
sin cesar; sin embargo no se atrevía a declarar su amor por miedo a ser
despreciado por su desagradable aspecto
de harapiento.
Curinaya ya no podía soportar
tanta tristeza de amor, y encontró una
fórmula secreta para acceder hasta el máximo amor que un ser vivo demuestra con el complementario
sexual de engendrar una nuevo ser vivo.
Se convirtió en un pequeño
colibrí, depositó su semilla de vida en una flor de cúcuma; cuando la doncella
comió ese fruto, se quedó embarazada, ignorando quien podría ser el padre de su
hijo.
Dio a luz un hermoso bebé en el
más cuidadoso de los secretos; pero,
conforme el niño crecía, le era
más difícil seguir ocultando la verdad de lo sucedido; por eso deseaba
averiguarlo.
Convocó una reunión de todos los
dioses; esperaba que estos le indicaron una forma eficaz; la joven madre,
cansada de esperar, puso a su hijo en el suelo, pensando que, por instinto, el
niño buscaría a su verdadero padre.
El niño no titubeó un momento; se
dirigió decididamente al dios Wilacocha, a quien todos llamaban “el piojoso”.
La madre doncella, sorprendida y
avergonzada de su mala suerte, tomó en brazos a su hijo y, llorando
desesperada, salió de aquella asamblea de dioses, sin enterarse de la súbita
conversión del Curinaya Wilacocha en el joven fuerte y hermoso que era en su
realidad divina y humana.
Cuando vio salir de esa forma a
la madre abrazada a su hijo, salió en su busca, para que ocuparan y
compartieran con él el honor las riquezas y el trono de su reino.
Pero, ya era tarde, sin poder
evitarlo, la doncella madre y su hijo saltaban desde el acantilado y eran
tragados por las espumosas aguas marinas del gran Océano Pacífico.
En su lugar surgieron, de repente
esos dos islotes que entre la espuma se pueden ver allá hoy: los ”Islotes de
San Pedro; y esta historia se acabó”.
Mi joven
narradora, habiendo advertido que su bebé acab
*aba de
morir, había sacado a su niño del poncho, lo mecía entre sus brazos mientras le
besaba y bañaba, por última vez, con el agua de sus propias lágrimas, mientras
musitaba unas tiernas palabras, que
apenas pude percibir:
“Gracias,
hijo, al irte haces desaparecer mi vergüenza y oprobio.”
Más tarde, alguien me contó que
el propio Curinaya Wiracocha, les había convertido en piedra, para inmortalizar
su presencia y el amor (frustrado) que
por ellos sentía.
…….
GLOSA LEGENDARIA
Desgracia
de Wiracocha,
el
Curinaya local,
fue
la de un amor secreto
a
una aldeana graciosa
de
pureza virginal
bajo
todos los aspectos.
Wiracocha
padecía
de
una costumbre perversa,
siendo
joven, guapo y rico,
un
pobretón parecía,
“el
piojoso” en la asamblea
era
apodado en público.
Locamente
enamorado
buscó
ganarse el aprecio
de
aquella chica tan bella;
depositó,
camuflado,
para
evitar el desprecio
por
parte de la doncella.
En
el fruto de la cúrcuma
puso
su fértil semilla;
cuando
la dulce aldeana,
ignorando
su fortuna,
sin
temores ni rencillas,
comió,
quedó embarazada.
Ocultó
aquel embarazo,
hasta
que dio a luz su hijo,
orgullosa
de ser madre;
pero
temiendo el rechazo,
sin
protección ni cobijo,
sabría
quien era el padre.
En
la asamblea, sorprendida,
de
los dioses Curinayas;
dejando
el niño en el suelo,
confiaba
convencida,
que
s instinto encontrara
su
padre verdadero.
Con
paso torpe, inseguro,
con
certeza y sin error,
avanzó
hasta “el piojoso”;
Wiracocha,
sin perjuro,
sin
vergüenza y sin temor,
fuerte,,
alegre, orgulloso.
Había
logrado el sueño
de
ser padre, y ser esposo
de
un niño, y una doncella;
no
advierto que su empeño
iba
a romper el reposo
de
su locura y torpeza.
La
joven, avergonzada
de
su suerte y del “piojoso”,
el
gran cambio no advirtió,
que el
hombre, que la anhelaba,
era
válido y hermoso:
tomó
a su hijo y salió.
Al
ver salir a la joven,
con
su hijo común en brazos,
corrió
tras ella al momento;
sus
propios ojos la ven,
sobre
el acantilado
del
Océano hambriento.
Llorando
y desesperado,
Curinaya
Wiracocha,
contempló
como la espuma
era
su amor sepultado
en
las aguas tumultuosas
entre
mil gritos y bruma.
Quiso
su furia divina
romper
todos los poderes
del
mar, la tierra y el cielo;
logró,
de manera repentina,
cumplir
sus propios deberes
de
brujo sobre este suelo.
Hizo
surgir dos islotes
de
piedra, y perpetuar,
sus
dos amores, sin fin;
y
ellos serán sus lotes
en
tiempo y eternidad:
“los
Islotes de Lurín”
…
He contado esta singular historia
legendaria, varias veces, a personas de distinta edad y condición; puedo
asegurar que todas ellas se han sentido emocionadas y, más del 50%, no han
podido evitar las lágrimas; sólo me
queda una duda; tal emoción se debe a esta leyenda o, más a la tragedia de la
recolectora de algodón, víctoma de aquel viejo y nefasto viejo y nefasto “derecho
de pernada”; si usted, amable lector, desea manifestar su libre opinión, le
quedaré muy agradecido.