Día segundo
Ruinas de Palacios y
estancias imperiales.
Recordando todo lo que
a lo largo de las traducciones
De textos latínos,
especialmente las “Catilinarias” y
“De Senectute” de
Cicerón, todos los ejercicios en el
estudio retórico de “Ars
dicendi”, la Eneida del poeta
Virgilio, las
narraciones de Tito Livio, …y tantos otros,
que ocuparon mis
mejores tiempos, estudios y sueños
de Bachillerato, hacen
que me sea imposible olvidar la
cultura de esa época que, a pesar de tantos altibajos,
guerras, aciertos y
fracasos, ha seguido siendo siempre
determinante en la
configuración de Europa y Occifente.
Estas obras encienden
los sentidos y la imaginación vuela a
los mejores tiempos
del esplendor del Imperio de los Césares,
y oímos el choque de
las espadas, los gritos de los heridos, el
relinchar de los
caballos, la irrefutable voz de convicción de
Cicerón, la oración,
los cantos y los gritos de los cristianos
ante el rugido de los
feroces y hambrientos leones en la
arena ensangrentada
del Gran Circo Romano.
Vivir la emoción de
pisar las mismas piedras y pasadizos de
las humeantes Termas
de Caracalla, oír los vítores bajo el
Arco triunfal de Tito o
las pistas del Estadio, la cama de las
viejas Basílicas y
Templos romanos, tocar con tus manos y
leer con tus ojos la
columna de Trajano, mientras ciemtos
de mercaderes vocean
sus verduras y hortalizas en el alegre
y bullicioso Mercado.
Toda la mañana
recorriendo plazas, monumentos, fuentes y
callejuelas,
contemplando cada piedra, rinconera, pasadizo,
columnas y salones de
otros tiempos, otras costumbres, otra
luz y otras palabras,
antecesoras de las nuestras.
En un momento dado me
tentó el deseo de traer conmigo una
pequeña piedra,
testigo milenario de aquella ciudad, cabeza
de un enorme
Imperio, desmoronada hoy por la monotonía
del tiempo; me quedé
con las ganas, porque a la salida, y de
repente. se me
acercaron dos jóvenes y, aunque con amable
y delicada educación,
me dijeron:
“Perdone, señor, si
todos los turistas hicieran como usted, aquí
ya no quedaría ni una
sola piedra; debe usted entregarnos esa
piedra que recogió, y
que tiene en el bolsillo”
Me quedé entre
avergonzado y dichoso, ya que por un
lado yo
había actuado mal y
los chicos llevaban razón, y por otro lado
agradecí, y así lo
valoré y manifesté, diciendo:
“No reparé en el daño
que hacía al tomar del suelo esta piedrita
al parecer
insignificante, pero reconozco la verdad y me alegra
mucho saber que sois
unos excelentes y fieles guardianes de estos
tesoros de nuestro
pasado histórico”.
Devolví
la piedra, y, siendo la hora de cierre, me dirigí a una de
las
numerosas pizzerías y me quité el hambre a base de las tres
pizzas
de tomate y mozzarella con dos frías cervezas y un café
con
leche delicioso, que, agradecido y tranquilo devoré.
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