Entrada en la Ciudadela Sagrada:
Al bajar del
microbús, todo el mundo se lanza a la baranda de protección para asomarse a un
auténtico balcón de lujo abierto al impresionante valle sagrado de Urubamba.
Un paisaje
de ensueño cubierto de vegetación selvática y salvaje que, desde el primer
momento, te produce una sensación en la garganta y en el pecho que te lleva, aún
sin quererlo al llanto y a las lágrima; miras a tu alrededor y ves a más de uno
con los ojos empañados por el llanto.
La dirección
del Parador Nacional nos ofrece un café y pastas, que se agradece mucho en esos
momentos.
La prisa por
entrar en el recinto nos acucia y
acaricia en grado sumo; la Ciudadela inca ejerce un atractivo bienestar interior, aparte de ese sentirse a gusto fisicamente.
Quizá llegas
pensando que vas a ver muchas más ruinas; pero no; a las construcciones sólo les faltan las puertas, las ventanas
(si alguna vez las tuvieron) y los tejados; las paredes de todas las casas y recintos reales y de corte
están plenamente bien conservadas, a pesar del azote de lluvias, viento, rayos,
terremotos, quinientos años de antigüedad y los miles de millones de besos y
caricias de los/as sendos/as visitantes que, durante los últimos 100 años, se
han acercado a verla; nada ha
podido causar daño en la perfección con que fue mimosamente construida.
A estas
alturas del relato que os estoy trasmitiendo, me gustaría ir más al grano, pero
no quiero dejar de contar todo lo que yo he vivido ilustrado con todo el bagaje
de detalles y datos que tienen alguna relación con el hilo conductor de la
trama de recuerdos y vivencias de mi mente, mi memoria y mi corazón.
Hay lugares
en el mundo que te invitan a la oración y a la elevación espiritual; creo que
Machu Pichu no sólo cumple este
hermoso papel, sino que al encontrarte
envuelto en su clima, en su atmósfera, sus nubes, su luz y sus secretos,
parece que hasta las piedras hablan, cantan, lloran y rezan.