miércoles, 28 de marzo de 2012

FRAGMENTO DE "TODA UNA VIDA"

El  " bosque de maiz"

La brega diaria lleva con frecuencia al misionero al cansancio y agotamiento físico.

Durante el fin de emana había cebrado siete misas, bendecido 2 matrimonios, confesado durante cuatro horas y había atendido 
diversas consultas de jóvenes y problemas familiares o laborales 
de los centros parroquiales de “José Gálvez”, Atocongo y La 
Tablada.


En la tarde noche del domingo volvía a Lurín (sede del centro 
misional y lugar de residencia del grupo), sobre la moto Honda/250.

Crucé el poblado de “Puente Lurín” y me dirigía hacia casa feliz 
y contento.

En los aledaños de la carretera y el rió crecían  frondosos y altos 
maizales de más de dos metros de altura.

Algunas veces había sentido miedo cruzar por aquel lugar; me sentía
 como comido por un bosque imaginario, que  no dejaba de ser 
ridículo.

Supongo que aquella tarde las hadas de mi bosque se habían dormido 
en la flor de la melena rubia  de alguna mazorca.

Creo que yo no iba pensando en ello ni  absolutamente en cosa alguna.

Mi felicidad de misionero satisfecho de las tareas realizadas llegó a 
su cénit,

El cansancio, el sueño y las hadas, si se ponen a la vez de acuerdos, 
pueden ser muy peligrosas. 

Dí una cabezada sobre las “hondas” de  azules brillante de mi moto japonesa y  el peligro que acechaba, sin advertir mimi presencia, se 
lanzó por los aires, cruzó peligrosamente la calzada, para despertar
 hundido conmigo e en medio del inmenso maizal, que ahora sí que 
rea un bosque de verdad.

Había cruzado dormido la carretera de derecha  a izquierda, con la 
suerte de que no se cruzara algún coche de frente, bajado el incl
inado terraplén que me dejó al final en el centro del maizal.

Me costó mucho esfuerzo y tiempo salir de dicho enmarañado y  
tupido rebortijo de cañas, hojas cortantes u afiladas serretas  como
navajas

Las ruedas atrancadas y la maquinaria metálica, que pesaba como 
un muerto; hubo hasta alguna lágrima furtiva.

Después de luchar, sudar, pedir una ayudita al santo de los viajeros,
 “San Rafael, llévanos y tráenos como tu sueles hacer”, logré salir 
del atolladero y llegar a casa, donde mis compañeros, preocupados 
por mi tardanza, al verme creían que alguien me habría dado una 
paliza.

Pasé dos días guardando casa y cama, pues sentía vergüenza de
que me viera la gente en ese lastimoso estado.

¡Qué culpa tenía nadie de mi cabezada sobre aquella moto inocente!

Había abusado de mi resistencia física. 
El ¡¡culpable!! era yo, sin duda.



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