La brega diaria lleva con
frecuencia al misionero al cansancio y agotamiento físico.
Durante el fin de emana había cebrado siete
misas, bendecido 2 matrimonios, confesado durante cuatro horas y había atendido
diversas consultas de jóvenes y problemas familiares o laborales
de los centros
parroquiales de “José Gálvez”, Atocongo y La
Tablada.
En la tarde noche del domingo volvía a Lurín
(sede del centro
misional y lugar de residencia del grupo), sobre la moto
Honda/250.
Crucé el poblado de “Puente Lurín” y me dirigía hacia casa feliz
y contento.
En los aledaños de la carretera y el rió
crecían frondosos y altos
maizales
de más de dos metros de altura.
Algunas veces había
sentido miedo cruzar por aquel lugar; me sentía
como comido por un bosque
imaginario, que no dejaba de ser
ridículo.
Supongo que aquella tarde
las hadas de mi bosque se habían dormido
en la flor de la melena rubia de alguna mazorca.
Creo que yo no iba pensando en ello ni absolutamente en cosa alguna.
Mi felicidad de misionero satisfecho de las
tareas realizadas llegó a
su cénit,
El cansancio, el sueño y las hadas, si se ponen a
la vez de acuerdos,
pueden ser muy peligrosas.
Dí una cabezada sobre las “hondas” de azules brillante de mi moto japonesa
y el peligro que acechaba, sin
advertir mimi presencia, se
lanzó por los aires, cruzó
peligrosamente la calzada, para despertar
hundido conmigo e en medio del
inmenso maizal, que ahora sí que
rea un bosque de verdad.
Había cruzado dormido la carretera de
derecha a izquierda, con la
suerte
de que no se cruzara algún coche de frente, bajado el incl
inado terraplén que
me dejó al final en el centro del maizal.
Me costó mucho esfuerzo y tiempo salir de dicho
enmarañado y
tupido rebortijo de
cañas, hojas cortantes u afiladas serretas como
navajas
Las ruedas atrancadas y la maquinaria metálica,
que pesaba como
un muerto; hubo hasta alguna lágrima furtiva.
Después de luchar, sudar,
pedir una ayudita al santo de los viajeros,
“San Rafael, llévanos y tráenos
como tu sueles hacer”, logré salir
del atolladero y llegar a casa, donde mis compañeros,
preocupados
por mi tardanza, al verme creían que alguien me habría dado una
paliza.
Pasé dos días guardando casa y cama, pues sentía
vergüenza de
que me viera la gente en ese lastimoso estado.
¡Qué culpa tenía nadie de mi cabezada sobre
aquella moto inocente!
Había abusado de mi resistencia física.
El ¡¡culpable!!
era yo, sin duda.
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