“En un pueblo de Jaén,
vivimos desde los años treinta del pasado siglo con mi madre viuda; allí
pasamos la guerra civil española del 1936 al 1939; mi madre apenas podía darnos
de comer algo más que unas cortezas fritas de patatas, consolándonos
diciéndonos que eran boquerones; las comíamos con verdadero gusto.
Ocurrió algo doloroso a unos
vecinos; murió la madre de una chiquilla de catorce años, la que, mientras su
padre trabajaba en el campo, pasaba los días deambulando por las calles
expuesta a todo tipo de peligros; unas mujeres de la calle le invitaron a que se
uniera a ellas y llevara su misma vida; dada su belleza y juventud, tendría
mucho éxito entre los hombres de costumbres relajadas e infieles maridos.
Mi madre no se lo pensó;
pidió al padre viudo de la chica que se la entregara; la cuidaría en todo lo
que necesitara como si de otra hija se tratara.
Y así fue; siempre la hemos
querido como a una hermana más.
Nuestra madre murió muy
pronto y yo, que era la mayor tuve que hacerme cargo de todos, mis hermanas y
hermano, cinco en total.
En esos años de posguerra,
nos vimos sometidos a una realidad lastimosa con la única salida de ponernos a
servir en las casas de personas pudientes para limpiar, fregar, hacer mandados
y otras acciones domésticas como hacer de comer o atender a personas mayores,
inválidas y enfermas.
Era un pueblo muy rico,
debido a la abundancia de minas de plomo que, si suponían un peligro
generalizado de silicosis para los trabajadores, eran una fuente de riqueza de
la que todos disfrutábamos.
De la noche a la mañana, los
empresarios de las minas, inglesas en su mayoría, debido a presiones del
gobierno o a la disminución de mineral, se marcharon, dejándonos sumidos en la
más absoluta decadencia general.
Las familias pudientes ya no
necesitaban personal de servicios.
Cargamos nuestros cuatro
pobres muebles y nos trasladamos al amparo y sombra de la capital para hacer lo
que tantos otros: aprovechar las migajas de comida que se caen de la mesa de
los pueden permitirse el lujo de comer sobre una mesa sin depender de las
migajas.
Ya se que mi vida es
insignificante y pobre, pero voy a morir con la satisfacción de haberla dedicado totalmente a los
demás; no he tenido la oportunidad de casarme y tener hijos, pero Dios me ha dado hermanos a
los que crié como una madre y unos nietos que me siguen llamando yaya y me hacen
sentir la experiencia de cuarenta años de “abuela.”
Mi pobreza de por vida me ha
proporcionado los suficientes mendrugos para sobrevivir en generosidad y la alegría de
compartir todo y siempre con los que me rodean.”
Testimonios como este me
llegan cada día de diversos países y personas.
Ya sabemos que la capacidad
de solucionar la crisis y los problemas que aquejan a los ciudadanos de este
mundo, no están al alcance de nuestros poderes públicos e ilusos gobernantes,
más interesado en enriquecerse mientras gobiernan que en dar de comer a los
muchos hambrientos ni trabajo a los que desean trabajar."
Esta es la razón de potenciar los IMPULSOS de las NUEVAS
GENERACIONES sensibles y solidarias con este fenómeno mundial de pobreza y
orfandad.
Vosotros, los grandes de
corazón, estáis llamados a colaborar con vuestro amor sincero y desinteresado ejercido en silencio de
tantos necesitados anónimos....