Malagón-Madrid-Malagón
- El verano tuvo un carácter apostólico
por el deseo que yo, joven seminarista, tenía de llevar el Evangelio a sus
vecinos de aquellas 5 cortijadas de su entorno que habían demostrado su devoción
a la Madre de Jesús, recibiendo en sus hogares la imagen de la Virgen de Fátima
cada mes. Había escrito una
carta
a la Dirección de la BAC (Biblioteca de Autores Cristianos) de C/ Mateo Inúrria, en Madrid, solicitando
ejemplares de los Cuatro Evangelios. Me habían contestado afirmativamente.
Hice
el viaje en autobús de Venta Quemada a Baza y en tren de Baza a Madrid. Una cosa tan sencilla fue para mi una
extraordinaria aventura. Era la primera vez que salía del ámbito local.
Llegar
a la Capital del Reino; ir a
Madrid y moverse por sus avenidas y
medios de trasporte urbano parece algo sencillo, pero para una persona
del campo, sin experiencia de ciudad; en 6 años viviendo en Guadix, jamás había
salido solo a la calle, era el régimen de vida en el Seminario Menor, allí
( cuando nos movíamos por la ciudad eramos acompañados por profesores y
en fila, vestidos con sotana, fajín, bonete y esclavina, con recogimiento
monacal y los ojos mirando al suelo); Madrid en los años 50 era más pequeño;
sus largas avenidas y sobre todo el metro, me dejaban sin aliento, a mi, aventurero; la estación de Plaza
Castilla se abrió al público por ese tiempo.
A
fuerza de preguntar, logré llegar a mi destino; fue bien recibido y siguiendo
los términos de nuestras cartas, me entregaron 500 ejemplares del Evangelio,
que cargué como pude; comí a base de bocadillos que había traído de casa, y
volví el mismo día a Malagón.
El
viaje de ida y vuelta se realizaba así: se salía de Malagón andando, en burra,
mula o bicicleta ( que fue nuestro caso)
En
la carretera nacional Murcia-Granada se tomaba el autocar a las 9 de la mañana
que llevaba a Baza, en que se viajaba en tren hasta Granada, y a las 8 de la tarde salía otro tren
hasta llegar a la estación de Atocha, ya en Madrid, sobre las 8 de la mañana
siguiente; se hacían los asuntos en cuestión durante el día, para volver por el
mismo camino y medios; el viaje completo se realizaba en tres días; los trenes
eran muy rudimentarios e incómodos con asientos de madera y tirados por
locomotoras de vapor, por lo que
la térrea carbonilla, desde
las máquinas, llegaba con facilidad a los pasajeros, que
pasaban el viaje hablando, comiendo, bebiendo e intentando dormir por tramos, ya que, por añadidura,
estos trenes solían parar en todas las estaciones de su recorrido geográfico,
dando tiempo a que los pasajeros pudieran bajar a tomar un café y otros
artículos en la cantina de cada estación; incluso había gente que disfrutaba de
un enamoramiento que en el mejor de los casos sólo duraba el tiempo del viaje;
Se leían libros, se hacían apuntes, se jugaba a las cartas, al dominó, al
ajedrez, o se rezaba el rosario.
Un
viaje de aquellos se podía convertir en el mejor escenario de relaciones
humanas con la adaptación de todos los niveles de los viajeros.
Fue
una experiencia tan rica que hoy, trascurridos 57 años, sigue imborrable en mi
mente con nitidez; yo andaba
sumido en mi proyecto misionero, pensando en mi gente, y, por primera vez en mi
vida, sentí en mi interior la inquietud de ejercer mi sacerdocio futuro en
tierras de misiones extranjeras
¿sólo inquietud? la semilla de vocación misionera había caído en mi
corazón.
Terminado
el viaje en La Ventilla, y al bajar del autocar mi hermano José me estaba
esperando con la burra, que, dócil, cargaba los quinientos libros de los Cuatro Evangelios, mientras
nosotros, andando, recorrimos los seis kilómetros que distancian la carretera
del cortijo de Malagón. -
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