En su favor,
y en el mío, tengo que confesar que recibí las mejores atenciones que le están
permitidas a un cura en casi todos los rincones de América del Sur, donde a un
Sacerdote se le trata como “a un dios”; ya lo había notado en mis trabajos
y contactos realizados en Lima; pero allí fue algo especia; se desvivían por mi, por ser el "padrecito".
En el año
1962 había muchas situaciones que hoy parecen anacrónicas, allí y entonces no lo eran.
La población
de Aguas Calientes era entonces como una cortijada.
Había mucha
gente que vivía de la venta de diferentes muy variados y
sencillos
recuerdos relacionados con Machu Pichu y sus alrededores; aún no se había
despertado la voraz fiebre turística, que existe hoy en cualquier punto de atracción
turística del mundo; todo turista está demasiado explotado; allí, cuando yo lo
visité, era todo más sencillo.
A las 7 de
la mañana, cuando salí a la calle, tomé el desayuno en un chiringuito cercano;
todo el mundo sabía lo de la Misa en el famoso altar conocido de la Ciudadela; había acordado con mi amigo
Hugo que la hora más oportuna para celebrar era a las 8,30 a. m., y evitar los
momentos en que muy temprano andan por allí las visitas y grupos de turistas organizados.
Como ya
estaban todos pendiente del evento religioso, salimos como peregrinos en
caravana unas 30 personas; subimos
la dura pendiente cortando por la vereda que ellos ya han marcados por la rutina y evitar hacer el ascenso zigzagueando los
once kilómetros que marca la vía/ normal para los vehículos de ruedas; a la 1/2
hora ya estábamos junto al altar; pusimos sólo los corporales sobre el altar cubriendo con ellos sólo
la mancha de la sangre petrificada, coloque el cáliz sobre ellos y a
continuación me empecé a poner los ornamentos con la idea de
iniciar la celebración eucarística, cuando se presentó
un vigilante de la Ciudadela y nos dijo:
“todavía no
es la hora de visitas, si no tienen el pase correspondiente,
no pueden estar aquí”.
El guía le
dijo, y, con él, otras personas presentes:
“Pero,
si nosotros no hemos venido a visitar la Ciudadela, que ya la tenemos muy conocida; hemos venido para acompañar al "padrecito", que va a celebrar la Santa misa”.
El
vigilante añadió: “ah, bueno; sigan, sigan”.
El mismo
permaneció con nosotros, y algunos le pudieron tranquilizar, explicando que la
Misa terminaría antes de la hora de la apertura; que confiara en nosotros.
Tras
esta incidencia, y la evidente y amable distracción, comuniqué a todos que la Misa la íbamos a celebrar por
el descano eterno de todas las chicas que habían derramado su sangre sobre este
altar, y además, daríamos gracias
a Dios por todas las personas que se dedicaban al mantenimiento y
conservación de tan venturoso Monumento.
Fueron 35
minutos de oración, devoción y respeto
hacia el lugar tan lleno
de historias familiares y
ancestrales como la magia sagrada que se masticaba en aquel lugar tan
grandioso, con todos los ingredientes naturales, humanos y divinos en el marco
incomparables del valle de Urubamaba, que rodea
con tanto gusto, primor y solemnidad con que la naturaleza abraza y mima al Machu Pichu.
Todo fue
así; tan espontáneo como la vida
misma; disfruté muchísimo
del lugat, altar, recogimiento sagrado de los asistentes a la ceremonia y
sobre todo, pensaba, que Cristo, presente en aqule altar, estaba tan feliz
como los creyentes de Aguas calientes y yo.
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