Aventuras del pequeño Filos.
Se levantó muy de mañana y salió al campo, como
hacía habitualmente; le gustaba ver corretear por las laderas a las suaves
vicuñas mientras pactaban en los rincones y peñascos del Altiplano andino.
Había otros atractivos que le arrancaban
alegremente de la cama al amanecer el Inti sol por entre las sinuosas cumbres y
el planear de los míticos habitantes del cielo del mundo, el majestuoso Cóndor.
Le encantaba tocar con sus manos las gotas de
rocío sobre las flores de amancay desde los valles y montañas, lavándose la
cara con esa poca agua misteriosa que la bruma del amanecer había depositado
con tanta suavidad y divina dulzura.
Todo eso era maravilloso y bello; pero la
principal razón de estas
cotidianas
madrugadas estaba dibujada en el rostro de una linda pastorcilla que cuidaba cada día sus sus abundantes
y lustrosos camélidos (vicuñas, llamas, alpacas) y los defendía de los
zorros y ariscos guanacos que solían andar por los alrededores de sus lindos
rebaños.
Este día, Fátima no estaba sola; se acercó
recatado el chico y saludó con simpatía a las niñas; Fátima estaba acompañada
de otra chica, cuyo nombre era Laura, que por cierto parecía un ángel; ambas estaban cantando canciones melódicas de los
Andes, cuando él apareció en la escena;
no sabía exactamente la letra de la canción, pero era una melodía que había
escuchado antes en alguna
localidad en
fiestas.
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