Llegada
a Perú
En
el aeropuerto de Lima, me recibió mi antiguo Rector y Padre espiritual al
tiempo que Profesor de Teología Moral que él impartía en la Facultad Gregoriana
de Roma, Pontificia Javeriana de Bogotá y
la de Cartuja en Granada; su talante andaluz de la misma Alpujarra,
nacido en Mecina Fondales; su recio carácter y su físico atlético, unido a su
amabilidad y fortaleza espiritual, hacían de él el Maestro de vida que
cualquier persona desea encontrar.
No
se asustaba de nada; te oía siempre con sosiego y cuando terminabas de exponer
tus razones, él intervenía sin ambages ni rodeos, en sus consejos sin titubeos,
había siempre una puerta de escape para garantizar así la libertad de seguirlos o
rechazarlos.
Hay
un dicho que marca la vida de cualquier buen hijo da San Ignacio de Loyola:
“ad maiorem gloriam Dei”="a la mayor gloria de Dios"; para él esas palabras no eran solo un lema, eran su
vida misma personalizada en ellas..
En
la relación formativa, moral y apostólica que nos unía había un mutuo
desinterés humano, por lo que el mutuo respeto y admiración no les dejaba
espacio de egoísmo, ni siquiera existía la idea de sacar provecho alguno en sus
vidas, humanas y religiosas.
En
la realidad humana eclesial también existe, desgraciadamente, el oportunismo,
el ascenso, la prosperidad del enchufe y la medranza en cargos y prebendas.
Todo
esto estaba superado por la experiencia de un religioso maduro y santo, como
era el P. Ulpiano López, que ya venía de vuelta de todo, y mi actitud de un
joven misionero vocacional que desde muy niño era consciente de lo que deseaba
en la vida.
Tenían que acontecer ciertas cosas, para que ambos nos convencieramos de que el deseo que teníamos de servir a Dios y a las almas, era el mismo; en
eso la coincidencia era palpable;
la diferencia estaba en el camino por el que deberíamos andar cada uno de nosotros:
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