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La niña le hizo comprender que
efectivamente ella no era una chica
normal, pero que le iba a proteger y no le
abandonaría en ese viaje tan largo que deseaba hacer, aunque de vez en cuando
ella desaparecería de su presencia para evitar males mayores.
Filos no entendió lo que significaban
aquellas lindas palabras, pero sintió gran alivio de las penas y sufrimiento,
hambre y frío, soledad y escasez de todo desde
la simple ropa de vestir hasta el consuelo de una madre, que él había perdido
para siempre.
Siguieron caminando por una de esas rutas
incas, que son las mismas
que recorrían los portadores y correos reales con sus quipus cargados de
mensajes escritos a base de nudos sobre cuerdas y cordeles de un punto a otro del antiguo basto Imperio del
Tahuantinsuyo (entre Colombia, parte de Venezuela, Ecuador, Perú, Bolivia,
parte de Argentina y más de la mitad de Chile); rutas que ahora seguían dando
utilidad a pastores, ganado, llamas y comerciantes de productos agrícolas.
En uno de estos recodos, Filos advirtió
la ausencia de su amiga Laura;
se encontró solo, pero tenía la impresión de que ella seguía a su lado.
Siguió caminando, solo, durante tres
días, descansando sólo de noche; al despertar una mañana, vio sentada a su
lado a Laura, tal y como él la había conocido allá, junto a la
pastorcita Fátima; se alegró mucho y le preguntó enseguida:
“¿Dónde te has metido?
Yo he seguido andando, según tu me
lo indicaste; siempre te he notado a mi lado, pero como no te veía, ...pensé
que te habrías ido a casa; por cierto ¿donde vives tú? ¿Qué haces aquí?”
La niña le contó que ella había nacido en
Santiago de Chile, el año 1.891.
Filos recordó lo que le había escuchado
arriba, en los montes de Puno, y
le preguntó:
“¿Has encontrado a tus padres?”
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