miércoles, 23 de mayo de 2012

COMPARTIMOS VIDA Y MUERTE, XI

Primer caso de  tantos otros:

La vida y la muerte de un hombre bueno.  

El distinto comportamiento conocido por mí, queda 
reflejado en los casos siguientes.
Una joven me dice muy nerviosa y llorando:
“Mi padre está muy enfermo y necesita su ayuda urgente”.
“¿ Tienes coche?”  -le pregunto.
“Sí, puedo llevarle yo misma”.
“Salimos ahora mismo; tengo que llevar algunas cosas 
necesarias”. En tres minutos marchamos a toda velocidad
permitida; en cierto momento la señorita me dijo:

“Mi papá dijo esta mañana, al despertar, que ha visto a mi 
madre sentada al lado de su cama; pero eso no puede ser, 
porque mamá ya murió hace tres años; así que ya ve; o se 
le está yendo la cabeza o, como dice una vecina, cuando 
un enfermo dice ver a ersonas ya fallecidas es porque están 
a punto de morir”.

Aunque es cierto lo que suelen decir en casos semejantes, 
no quise abundar en aceptaciones ni reproches a una joven 
tan afectada en ese momento tan crucial para ella; opté por 
explicarle:

“La muerte no está en nuestras manos, al igual que la vida; 
es más importante la actitud que tenemos  frente al hecho 
mismo, a la hora de ver y ayudar a bien morir a nuestros 
seres queridos.”

“Mi papá ha dicho muchas veces que a él no le importa 
morir; pues dice que desde  que murió mamá no le gusta 
vivir; se querían tanto, que yo creo que desde entonces mi 
padre se ha ido muriendo poco a poco, un poquito cada día; 
yo creo que está hasta  contento, porque dice que ella le está 
esperando y se le ve feliz, al ver que eso está ya muy cerca.”

Me mostré comprensivo y contento con esa forma de pensar:

“En tal caso, tenemos ya mucho camino andado para 
conformarnos para acompañar amigablemente asistiendo a 
lo que su padre entiende como una simple despedida de sus 
hijos para emprenderel viaje a la morada eterna, donde su 
esposa le espera con amor”.

Llegamos hasta el dormitorio del señor Alberto,  se llamaba, 
y nos recibió con palabras suaves y débiles:
“Gracias a Dios que han llegado; creía que no podría 
despedirme de mi hija; creo que ya no pasa de hoy, y por eso 
estoy muy contento”.

Le presté toda la ayuda espiritual que me solicitó y me 
permití decir a un hombre que pensaba así, las siguientes
palabras.

“Don Alberto, si todos pensáramos como usted, se habrían 
acabado todas las penas que afligen a los habitantes de este 
mundo. 
Gracias y que sea muy feliz en compañía de su esposa María
Guadalupe”.
Y el señor Alberto me sonrió, aunque en su piel se notaba el
 gesto del dolor:

“Gracias, y le espero allá arriba, donde seguro que estaremos 
mejor que aquí”.

Con un apretón de manos, y una bendición nos dijimos ¡adiós! 
y, a a cuarenta y seis años de distancia, le recuerdo  con tanta 
alegría y paz como ambos experimentamos en aquel día de 
tan venturosa partida de Alberto al encontrase con su fiel amor.

Las conclusiones debe deducirlas cada uno/a evitando tomar 
partido ideológico particular.
La razón es, sin más consideraciones, el fiel y mutuo  respeto
 que nos debemos cada ser humano ante todos los demás.

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