Cuando
volví del Perú fui a visitar el lugar y, acompañado del entonces Sacerdote de
la Parroquia de Venta Quemada Don Fernando García Corral, compañero mío desde
el Seminario Menor de Guadíx y Mayor de San Torcuato de Granada, celebramos la
Santa Misa en la peña superior oeste en la cima del cerro, signo y seña de mi
vida humana y sacerdotal. Era el altar de mis sueños. Ya pude experimentar esa
sensación al oficiar una Misa
en el altar sagrado de las ruinas de Machu-Pichu, algo que hoy en día sería imposible.
El
mundo en España tenía ya Televisión en color, pero en mi tierra natal todo
seguía siendo en blanco y negro. Mas toda la naturaleza seguía siendo
contemplada en directo y en color.
En
mi casa el blanco y el negro seguían vigentes en lo artificial, pero guardaban
los recuerdos reales del mundo en color tal cual es. Durante mis viajes de
muchos miles de kilómetros, había conocido los paraísos del Caribe, los
paisajes de esmeralda en torno al Maracaibo, había sobrevolado por las rutas
del cóndor sobre el Titicaca y los techos de América de Sur; había visitado
sobrecogido las puestas de sol de la Polinesia desde los viejos
misteriosos de los Moáis de la Isla de Pascua o Rapanuí ; había vivido entre
los muchos araucanos que sobreviven ( a pesar de lo que pensó y escribió
nuestro iluso antepasado
Pedro de Valdivia, creyendo que él había eliminado al último aborigen) en las
actuales riveras del Mapocho junto a la Pontificia Universidad Católica de
Santiago de Chile, en la que tuve la suerte de estudiar durante un año de
especialización en la divina
Ciencia de la Sagrada Teología; había contemplado desde el aire y tocado con mis
manos los míticos y gigantescos signos del desierto de Nazca, los ancestros culturales
pétreos del mundo andino con sus santuarios incas de Machu Pichu y el basto Imperio
del Tahuantinsuyo y vivido durante años en el místico Pachacamác en el Valle Sagrado
de san Pedro de Lurín, donde había bautizado, casado , confirmado, ungido y también
bendecido las tumbas de cientos y miles de personas, y había sembrado en todos
sus rincones las semillas de la Fe y el Amor de Jesucristo Redentor, Dios eterno
hecho Hombre en el tiempo;
predicado como misionero el Evangelio, a toda clase de gentes y personas
en el amplio territorio (diez veces la Comunidad de Madrid) en Sierra o
costa...
... y había vuelto al terruño, al Cerro Sagrado de mi infancia, testigo
durante milenios de los sueños y juegos prehistóricos y contemporáneos de
cuantos niños hemos correteado sus faldas, cima y laderas bajo el sol y la
lluvia, el estío y las
nieves.
Viviendo
entre los incas indígenas había aprendido la forma como enterraban a sus seres queridos muertos, al recorrer sus
huacas aún conservadas intactas; y así nuestros antepasados de
“piedra tallada del Malagón” ya habían cuidado la forma de señalizar cada tumba de sus Necrópolis con grandes losas de piedra que, pasados
miles de años, yo había visto levantar con los arados a los labradores de mi
niñez. En algún momento y espacio de mi memoria quedaron almacenados recuerdos
infantiles de huesos que allí sacaba el ”tambor” a los que no se prestaba la
mínima atención; podrían ser restos de animales irracionales como el “labrador”
o racionales como nuestra memoria infantil...
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