Tomamos muy de mañana el tren que nos llevaría al
ombligo del viejo Imperio
del Tahuantinsuyo, Cuzco y la Ciudadela Sagrada.
Antes había que cruzar y “disfrutar-sufrir” todas las horas
que distan “de sol a
sol”.
Los Padres de Márinoll tuvieron la precaución y caridad de pertrecharme
de ricos Sanwis y bebidas suficientes para la travesía.
Al
no tener alas para sobrevolar
el duro lomo de los Andes, como lo hace el mítico cóndor, el viaje ideal
es recorrer la cordillera a lomo de acémila o caballo (como otrora lo hicieran
nuestros antepasados los Conquistadores de este Continente).
Ya,
sin bromas, nos despedimos del impresionante , encantado y encantador Lago
Titicaca.
Pasaron
largas horas, y, si te asomabas al exterior, podías ver los rebaños de llamas y
vicuñas casi constantemente.
El paisaje
varía en cada variante de ladera, y tan montañoso y tortuoso como es esta geografía,
entre terrestre y lunar que adorna el Altiplano del Perú. Es un espectáculo
turístico sin tregua.
Vivirlo como yo lo he vivido, es algo tan memorable, que
ni la distancia ni el tiempo han logrado dejarme olvidar tantas sensaciones de
belleza y cordiales palpitaciones.
En
1962 yo carecía de cámaras de fotos y vídeos. Todo lo que conservo está sólo
almacenado en mi memoria. Que Dios me la conserve, por vosotros.
No
puedo disimular mis fuertes emociones al revivir y disfrutar todo aquello. Con
frecuencia me cuesta llorar de alegría. El pudor humano, a veces nos traiciona:
no me deja expandirme más en ciertos momentos que me apetecería, por temor a
que no sea del interés de aquellos
que lo van a leer algún día.
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