De pronto, alguien dijo:
“¡ Mirad,
tierra americana! ”
Estábamos
llegando al Caribe.
Se nos salían los ojos de las órbitas.
Las Islas caribeñas,
que, hace hace más de quinientos años ,recibieron y sirvieron de tanto asombro a
nuestros antepasados Conquistadores, nos ofrecían ahora a nosotros su belleza y
temperatura propias del Paraíso.
Estábamos aterrizando en la Perla del Caribe:
Puerto Rico.
Cuando en la mañana salía de Madrid hacía frío.
La forma de vestir en Madrid era de
invierno, por lo que bajo la sotana llevaba una camiseta de invierno; en el
avión con el aire acondicionado se viajaba a gusto; pero cuando se abrió la
puerta y salió a la escalera un calor sofocante le abrazó de forma que cuando puso pie en tierra, sudaba
como un botijo en verano;odavía andaba hacia la salida del aeropuerto de San
Juan, cuando le sorprendió un amigo puertorriqueño que había estado viviendo
con nosotros en nuestro Seminario Mayor de Guadix en Granada; se había enterado de mi llegada
a Puerto Rico y no lo había dudado; fue a recibirme; era un seminarista de la
Diócesis de San Juan, y para mi un
buen ángel protector de alma blanca, aunque el
era de color negro; nos dimos un abrazo fuerte, y, al verme sudar, no
dudó en la solución más inmediata y cercana; nos tomamos un jugo de
coco de casi medio litro; remedio de santo.
Me invitó a comer a casa
y dimos una vuelta por el viejo, y al mismo tiempo radiante y limpio, del San
Juan que habían construido y habitado los muchos españoles antecesores de sus actuales
pobladores...
No hay comentarios:
Publicar un comentario