miércoles, 1 de marzo de 2017



 A.Q.C. Nª oi963. ASÍ OCURIÓ, 01:

El 28 de mayo de 1967,  mi hermana Catalina, su esposo Amador, con su hija Isabel y nuestra madre y yo, nos desplazamos de Madrid hasta la Villa de Alcobendas, donde deseaban adquirir un piso.
Nos dirigimos a la calle Isabel Rosillo, Número 1, en que la empresa de Bruno Lebrusán Sánchez  e hijos construían los primeros bloques de pisos para atender la demanda de la gran cantidad de familias que, desde Andalucía, Extremadura, las dos Castillas y otras regiones de España, dejaban sus pueblos y campos de origen, con la firme esperanza de encontrar una vida mejor en torno a la gran ciudad, una atención sanitaria, educativa , social y divertida.
Mientras mi familia, concretaban la compraventa del piso con los hijos de Don Bruno, Mariano, Rafael y José Luis, su padre y yo conversábamos tranquilos sobre la novedad de la repentina emigración interior, previendo una situación de cambio en la sociedad de nuestro; lo que obligaba a un cambio de mentalidad, de relaciones humanas y la rápida adaptación a nuevas formas de vida.
En cierto momento, le hice partícipe de una inquietud, que yo había tenido, al llegar y hacerme cargo de una misión apostólica en una zona deprimida del sur de la ciudad de Lima, Departamento Estatal en el centro del Perú, en el que se había concentrado gran cantidad de gentes de las montañas e interiores selváticos del interior; esa realidad y su necesidad de educación humana, me empujó a fundar un centro parroquial de enseñanza
como paso prioritario; antes de dejar la misión, dejé funcionando en esa mi jurisdicción eclesiástica cinco Institutos, nuestro centro parroquial y cuatro centros públicos para la formación Secundaria; por este motivo, le pregunté, sin más:
 
“¿Ha pensado usted, señor Bruno, en la cantidad de niños que con sus padres a vivir en estos pisos que ahora le están comprando?
¿No ha pensado en dedicar un espacio para la construcción de un colegio para ellos?”

Hubo un largo silencio, durante el cual, pude comprobar como este buen hombre, vertía unas lágrimas que, a él no le dejaban hablar y a mi me llenaron de preocupación, ya que me sentía culpable de su llanto.

Pidiendo disculpas, tanto él como yo, me explicó la razón de su silencio y lágrimas:

“Usted, estimado misionero, me ha invitado a pensar en esos niños y niñas, sabiendo que van a necesitar un colegio en este complejo habitacional; con ello, me ha recordado a mi esposa, que me dijo, antes de morir, hace unos meses:

“Bruno, querido, no olvides hacer un centro infantil para que los niños de estos pisos no tengan que ir a un colegio lejano”.

“Usted ha sido para mi como un ángel enviado por ella; si usted se compromete a fundar y dirigir ese colegio, yo construiré el edificio y usted cumplirá sus sueños, los de mi esposa y también los míos”.
…….



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