jueves, 8 de marzo de 2018


T$STIGOS PRESENCIALES, 1

Todos hemos presenciado la furia de hombres y mujeres, con los ojos desencajados, enfurecidos y amenazantes, como las fieras, maltratando a su pareja, de palabra pies o manos; es la estampa viva del desamor y el odio con que se tratan los peores enemigos.

Si la vida humana sobre la Tierra depende del amor con que una mujer y un hombre engendran los hijos e hijas, sucesores garantes del futuro, lo expresado anteriormente, nos parece un contrasentido.

Es preciso reflexionar sobre los extremos a que nos ha conducido el interés de prevalecer, como personas, el macho contra la hembra o ella contra él; olvidando que su diferencia sexual y anímica es la esencia  de su razón de ser, compartiendo lo que cada y una son y valen.

Declararse “feminista o machista, es una aberrante, destructiva y cruel autodestrucción de la personalidad; a tal punto hemos llegado que, a fuerza de querer ser, tener y saber más que el otro o la otra, negamos lo que más nos identifica y valemos.

El testimonio indiscutible de que presumimos de ser la clave de la vida, es un  patrimonio compartido de la mujer y del hombre; ambos son los poseedores del poder de pro-crear, y el que lo niega se autodestruye.

Es necesario,  más que nunca, poner en valor lo mejor que, tanto mujeres como hombres,  compartimos cada día:

-       La mujer, no sólo pare los hijos; los alimenta y cuida durante toda su vida, y jamás los desprecia ni olvida;
-       está presente y alerta, donde más se necesita;
-       no hay dinero en el mundo que compense su trabajo y entrega;

A las cinco de la mañana, presencié en la sala de ancianos enfermos e impedidos, como un grupo de Hermanitas y novicias de los ancianos desamparados, atendían y aseaban a más de 100 viejitas y viejitos, en medio de un complejo mal olor, que tiraba para atrás; el hijo de uno de los ancianos, que había ido a ver a su padre antes de marchar al trabajo, expresó lo que sentía, al ver limpiar a su progenitor:

“jamás haría yo eso, aunque me pagaran un millón de soles”.

La monja, al oírle, dijo sonriendo:

“Ni yo tampoco; sólo lo hago por amor”.

Aún resuena en mi cerebro  aquel mensaje, y me obliga a proclamar que, aparte del sueldo digno que toda persona merece, este es el más alto pago que todos podemos otorgar a una mujer.

Salvo mejor opinión.

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