Apoyada mi nariz
entre tus senos de nácar,
tejí mis sueños de oro
y mis sonrisas de plata.
Se embriagó mi corazón
al ritmo de tus latidos;
entre suspiros de amor,
de calma y felicidad,
me mostraste el
camino
balbuciente de la vida.
Tu
diste fuerza a mis pasos,
vacilantes, inseguros;
tu fortaleza atrevida
me marcó los objetivos
de un sendero sin retorno,
en que sabios se combinan
todos nuestros compromisos
de libertad y subsistencia.
Tus palabras, alimento
y tus
pensamientos, luces,
que no se apagaron nunca,
ni en los gozos ni en las cruces.
Tu
me enseñaste a amar
por igual a todo el mundo;
respetando en igualdad
al sano, enfermo y pobre,
rico, feo, maloliente,
antipático o alegre.
Me
enseñaste a amar a Dios
sobre todo lo existente.
Siempre te recodaré,
santa madre, inteligente.
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