sábado, 16 de julio de 2016

Diálogos en el Vaticano, 55. AQC. 937.


 “¿A que se debe el aplauso de esta Comisión? - pregunte al Padre Carda –
¿Es que me han tomado por tonto o he dicho algo gracioso?”

El P. Carda, entre socarrón y conformista añadió:

“Tal y como yo lo he visto, opino que han aplaudido la seriedad y la justa preocupación que has demostrado al resaltar la opción libre de Sacerdote Célibe o Casado y su relación con los posibles derechos de la transferencia de bienes eclesiales a los herederos; verdades como puños que les habrán hecho gracia o se han impresionado con tu rotundidad, naturalidad y clarividencia”.

Quedamos citados para el próximo día siguiente, despidiéndonos con un apretón de manos, como tenía que ser; cosa que no había ocurrido antes, por la distancia que se notaba en los rostros y frías actitudes personales.

El Padre José María me acompañó praa solicitar una bendición papal de paulo vi, y me entregó un ticket para la Entrada  a la imposición del birrete Cardenalicio y a la participación en el Audiencia Privada posterior, en el Aula  “Paulo VI”, en la fecha prevista del día 23  de mayo/76.

 Me invitó a comer con él en el Pontificio Colegio Español de San José en Roma, donde él residía; después de una agradable sobremesa, dediqué la tarde a recorrer otras rutas de Roma, que me llevaron a la Plaza del Pueblo, una de las plazas más famosas y concurridas de Roma; hay varios motivos de interés sobre este punto de encuentro de romanos y visitantes de la Ciudad eterna:

Su ubicación llama la atención por estar situada justa al lado y al pie de la Colina Celio Pincio,  una de las Siete Colinas de Roma; era la entrada antigua por la parte norte que tenía acceso a la Ciudad y por la gran cantidad de personas que siempre concurren en este lugar.
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Siendo una de las colinas más bajas, su posición es estratégica al ser la prolongación de la Colina Capitolina, en la que se encontramos relacionados la Plaza de Venecia, la Plaza de España,  el Quirinal y, bajando, el Coliseo y Foros romanos; tiran de la vista, por su especial atractivo, el Obelisco egipcio dedicado a Augusto, la hermosa fuente de Tritón y las dos Iglesias Gemelas, la de Santa María del Monte Santo y Santa María del Milagro, además del templo de  San Nicolás.

Me contaron que es la Plaza donde se forman las grandes reuniones y manifestaciones de protestas ciudadanas, de tipo político y/o social.

En uno de los laterales había una sala de cine, y observé unos carteles con  imágenes del Papa; me llamó la atención, sacando mi entrada, pasé para ver la película en cuestión; tras los primeros minutos de rodaje, advertí que la tal película iba de pornografía de lo más rastrero que uno pueda pensar; las continuas y obscenas escenas, en que Papas, Cardenales, Obispos, clérigos y monjas de todas las categorías, se lo montaban en grande; como nunca había visto cosa igual, confieso mi auténtico escándalo, pueril, ante tanta bajeza.

Recapacité en el recuerdo de alguna advertencia,  que me habían hecho alguna vez; en Roma, como en ninguna otra parte del mundo, se exhibían toda clase de burlas y ataques feroces contra la Iglesia Católica y todo lo relacionado con ella; no aguanté más, por lo que estaba viendo y porque el  espacio de la sala de cine era un auténtico horno con el humo producido por todos unos espectadores fumando, comiendo pipas, palomitas y bocadillos, por lo que estabas pisando y oliendo basura todo el tiempo.

Salí de aquella sala inmunda, y seguí caminando hasta la Plaza de España, famosa por su Fuente de la Barcarola; y, como me apetecía andar y respirar  aire sano y fresco, subí de nuevo la escalinata que culmina arriba con la Iglesia de la Santísima Trinidad del Monte; y, sin más, entré en mi hotel Hesperia, que más parecía un hostal; cené en el comedor del mismo y me fui a dormir, para estar listo y despierto en la tercera entrevista con mis colegas del Tribunal de la Fe.

En mi cabeza resonaban unas palabras que habían  quedado en el aire, en relación a la posibilidad de cambiar el texto mismo de la Solicitud original y que yo había enviado a Roma desde España a través de mi Obispo de Guadix.

Me preocupaba la propuesta, pero estaba decidido a no ceder en algo tan elemental para mi; si lo hacía terminaría claudicando de mi mismo.
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