viernes, 8 de julio de 2016

Diálogos en el Vaticano, 52. AQC. 934.



Es una de las más grandes de Roma; antiguo gran circo imperial es hoy uno de los lugares más típicos como centro cívico y urbano, donde se suelen concentrar razas, pueblos y culturas, artesanos, pintores, poetas, sabios,  listos e ignorantes, rateros, santos y putas, literatos y bohemios de todos los rincones del mundo; algún habitual de la Piazza me dijo:


“Te has equivocado de hora; si quieres saber lo que esta plaza significa para todos, debes venir por la noche; merece la pena”

Tomé nota de ello y, como al día siguiente tenía que acudir a mi cita en la Congregación de la Fe, debería postergar la velada en Navonna; además ya había decidido dedicar el día a relajarme para tener la mente despejada y a punto para todo lo que se pudiera presentar en la reunión con mis hermanos clérigos del alto Tribunal, y que me estaban auscultando teológicamente; me constaba, por la experiencia del primer encuentro, que no iban de broma y que “disparaban a matar”; yo trataba por todos los medios de estar muy atento a sus preguntas y a lo que ellos podían “guardar en su manga secreta”.

Recorrí todo su espacio recreando mis ojos en sus tres más hermosas  fuentes (los
Cuatro Ríos, de Bernini, la de Neptuno y la Fuente del Moro); recorrí de abajo arriba el precioso Obelisco Agonalis (me dijeron que no era obra de los egipcios, sino de los romanos que, con sus manos, lo tallaron en Aswán.).

Luego me dirigí a la Colina del Palatino y anduve paseando por sus vetustas arboledas, pensando que algunos de sus pinos serían testigos de gentes y acontecimientos, escenas de amor y de guerras, de catástrofes y fuegos, de miles vidas y muertes de los últimos veinte siglos de la historia de los extranjeros, romanos, bizantinos, bárbaros y los cristianos; de viajantes, comerciantes y turistas.
…….

Encontré  a un viejo agricultor que con su hoz, su rastrillo y su horca, con una cancioncilla italiana, iba segando, arrastrando y apilando las crecidas hierbas cortadas en su parcela de cultivo; le eché una mano y conversamos sobre su dura vida de trabajador en aquellas tierras cedidas por la administración del Estado, de las que obtenía hortalizas, granos de cebada y trigo, con lo que mal alimentaba a su pobre familia y pagaba sus impuestos con cierta dificultad; me contó que a veces vendía tomates, pimientos, maíz y flores en las calles y  plazas de Roma o entradas de los  monumentos famosos, ruinas y foros de la ciudad; me daba la impresión de estar hablando con un agricultor romano de los viejos tiempos de César Augusto, Nerón o Trajano; me imaginaba ver, entre sus variopintos, harapientos o vestidos con la fina elegancia de la época, con un número de esclavo, arrogantes libertos o camuflados, santos y  humildes compradores, a un anciano Pescador, primer Pontífice cristiano, a Pablo, de Tarso, Andrés, Juan, Torcuato, Cecilio, Tecla, Águeda, Lucía, Cecilia o Inés, que hacían sus compras clandestinas, humildes viandas para llevar algo con qué alimentarse en el seno oscuro y húmedo de las Catacumbas de Vía Ostiense, San Dámaso, o de alguna otra Catacumba.

Al bajar de la Colina y empezar a callejear de camino a mi hotel en el Quirinal, me sorprendió ver una calle de un aspecto diferente; toda la calle estaba convertida en terraza, con muchas macetas y mesas de restaurante, preparadas para cenar, y lo más atractivo era ver que su iluminación no era eléctrica, sino que toda ella estaba iluminada a base de antorchas prendidas de las fachadas; el público casi llenaba las mesas; encontré sitio en una de ellas y me senté a cenar y disfrutar de aquel ambiente tan bonito, romántico y tan romano; ensalada, una crema deliciosa y un plato con una especie de finos escalopines, acompañados de una salsa verde y sabroso queso parmesano, tomando de postre una crema de queso fresco sobre un delgado bizcocho con fresa y arándalos, que tomamos acompañado de un exquisito y caliente café italiano; todo un éxito nupcial.

No, no me he equivocado ahora, me equivoqué en el momento de sentarme a la mesa; porque se trataba de la celebración de una boda; me vine a dar cuenta cuando ya estaba sentado y me dio vergüenza levantarme; arreglé el cruel entuerto metiendo 1.500 liras en un sobre y felicitando a los novios, dando además un beso a cada uno de ellos, mientras les decía:

“FELICIDADES, CARÍSIMI”; BONA SERA”

Nadie dijo cosa alguna; creo que nadie se dio cuenta de mi intromisión.
Logré lo que pretendía: descansar y sentirme a gusto; lo de la boda fue algo inesperado.

El despiste y la excelente cena, me ayudaron a dormir como un ángel.
…….

A día siguiente me levanté temprano, y bajé en autobús hasta la entrada a la gran Plaza de San Pedro, entré en la Basílica del Vaticano y me dirigí directamente a la Cripta sepulcral de los Papas y participé en la Santa Misa que celebraba un anciano Sacerdote, que después supe que era un Cardenal; recibí la Comunión y oré un rato por el alma de los Pontífices enterrados allí; me detuve unos minutos arrodillado ante los restos de Juan XXIII, por el que siempre he sentido una gran devoción y respeto; observé una recogida y pequeña capilla, pregunté qu´e tesoro se guardaba en aquel pequeño recinto, custodiado con verjas y cerrado con llave; me dijeron que se trataba de la Tumba de San Pedro Apóstol.

Me puse de rodillas, con la cabeza apoyada sobre la puerta, y lloré de emoción, al tener tan cerca de mi los restos del primer Papa, Sacerdote Casado, el Pescador de Galilea que, aunque había negado conocer a su Maestro, también había llorado su cobardía y reparado su pecado al pedir a sus verdugos, que le colocaran con la cabeza hacia abajo sobre la cruz, por no sentirse digno de ser crucificado como Jesús.

Antes de las diez de la mañana estaba a la puerta de entrada de la Sagrada Congregación de la Fe, cuando fueron llegando los cuatro miembros de la Comisión y el Padre Carda, que me ayudaba muy mucho el simple hecho de verle a mi lado; él no podía intervenir en cosa alguna, pero me animaba verle cerca y que estaba ciertamente de mi parte y era también muy conocido por los cuatro teólogos que me interrogaban.

Me sentía más sosegado y tranquilo; conocía al personal, pero ignoraba si serían los mismos del día anterior; por eso, al verlos de nuevo, me sentí más seguro.
…….

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