martes, 28 de junio de 2016

Diálogos en el Vaticano, 49. AQC. 931.



Día segundo

Ruinas de Palacios y estancias imperiales.

Recordando todo lo que a lo largo de las traducciones
De textos latínos, especialmente las “Catilinarias” y
“De Senectute” de Cicerón, todos los ejercicios en el
estudio retórico de “Ars dicendi”, la Eneida del poeta
Virgilio, las narraciones de Tito Livio, …y tantos otros,
que ocuparon mis mejores tiempos, estudios y sueños
de Bachillerato, hacen que me sea imposible olvidar la
cultura de esa época  que, a pesar de tantos altibajos,
guerras, aciertos y fracasos, ha seguido siendo siempre
determinante en la configuración de Europa y Occifente.

Estas obras encienden los sentidos y la imaginación vuela a
los mejores tiempos del esplendor del Imperio de los Césares,
y oímos el choque de las espadas, los gritos de los heridos, el
relinchar de los caballos, la irrefutable voz de convicción de
Cicerón, la oración, los cantos y los gritos de los cristianos
ante el rugido de los feroces y hambrientos leones en la
arena ensangrentada del Gran Circo Romano.

Vivir la emoción de pisar las mismas piedras y pasadizos de
las humeantes Termas de Caracalla, oír los vítores bajo el
Arco triunfal de Tito o las pistas del Estadio, la cama de las
viejas Basílicas y Templos romanos, tocar con tus manos y
leer con tus ojos la columna de Trajano, mientras ciemtos
de mercaderes vocean sus verduras y hortalizas en el alegre
y bullicioso Mercado.

Toda la mañana recorriendo plazas, monumentos, fuentes y
callejuelas, contemplando cada piedra, rinconera, pasadizo,
columnas y salones de otros tiempos, otras costumbres, otra
luz y otras palabras, antecesoras de las nuestras.
 
En un momento dado me tentó el deseo de traer conmigo una
pequeña piedra, testigo milenario de aquella ciudad, cabeza
de un enorme Imperio,  desmoronada  hoy por la monotonía
del tiempo; me quedé con las ganas, porque a la salida, y de
repente. se me acercaron dos jóvenes y, aunque con amable
y delicada educación, me dijeron:

“Perdone, señor, si todos los turistas hicieran como usted, aquí
ya no quedaría ni una sola piedra; debe usted entregarnos esa
piedra que recogió, y que tiene en el bolsillo”

Me quedé entre avergonzado y dichoso, ya  que por un lado yo
había actuado mal y los chicos llevaban razón, y por otro lado
agradecí, y así lo valoré y manifesté, diciendo:

“No reparé en el daño que hacía al tomar del suelo esta piedrita
al parecer insignificante, pero reconozco la verdad y me alegra
mucho saber que sois unos excelentes y fieles guardianes de estos
tesoros de nuestro pasado histórico”.

Devolví la piedra, y, siendo la hora de cierre, me dirigí a una de
las numerosas pizzerías y me quité el hambre a base de las tres
pizzas de tomate y mozzarella con dos frías cervezas y un café
con leche delicioso, que, agradecido y tranquilo devoré.
…….

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