“tome
, “padrecito lindo”,
usted
también tiene hambre;
dejó
su cesta olvidada
cerca
de mi pobre tienda;
váyase
alegre y feliz
porque
ya todos comieron
de
ese pan que no se agota
y
de esos peces tan ricos
que
salen y que no cesan
de
ese cesto cochambroso,
que
huele a mirra y a incienso”.
Me
levanté aturdido
de
aquel rincón maloliente,
del
perro “garrapatero”;
me
sacudí la sotana
de
misionero descalzo,
de
obispo sin solideo,
territorio,
ni palacio,
ni
choza, casa ni estero.
Subí sudando caminos
del
empinado sendero
entre
fícus, higos tunas,
del
blanco azul de su escudo,
abrazado
a la serpiente
libre
y salvo por el águila,
entre
su garra y su pico.
Le rogué que me soltara
en
aquel otro rincón
de
la ladera y pendiente
sin
pistas de aterrizaje
llena
de “paracaidistas”.
Me recibieron gozosos,
viendo
al ángel esperado,
que
les traía el asfalto,
remedio
de barrizales,
luz
eléctrica en sus calles
agua
corriente en sus casas
y
la esperanza en sus mentes.
Fin
del SUEÑO, 16
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