Yo, un ángel desalado,
con
el corazón saliendo
por
los ojos embotados,
de
tanto llorar por dentro;
y
con las manos vacías
inválidas,
suplicantes,
sin
poder multiplicar
los
pececillos y panes
de
mi cesta medio llena;
mendrugos
enmohecidos
que
amenazaba romperse.
Tristeza, desolación,
solitario,
empobrecido,
apóstol
venido a menos,
¡queriendo
hacer un milagro!
ante
millones de hambrientos.
Herido por los rasguños
de
tanto dolor ajeno,
quedé
dormido en la acera
del perro “garrapatero”,
de
los “hijos de la calle”,
de
mis hermanos de México.
Cuando
desperté en el alba
una
niña sucia y pura,
como
el suelo de sus calles,
como
la nieve en su altura,
se
me acercó bondadosa,
sin
altivez ni lisura,
y
me tendió un panecillo
sabiendo
a miel y a maná:
.......
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