“Me sentía tan seguro de que:
El Papa, Paulo vi, lógico, ya me había concedido “in pectore” la
correspondiente dispensa del celibato para poder contraer matrimonio canónico
con la única persona que hubo en mi vida amorosa, Isabel Segura Pérez, y de
manos de la propia Iglesia católica romana.
Quedaba legitimada así
nuestra situación, cumpliendo nuestro
anhelo vital de fundar una familia según el amor que Dios sembró en nuestro
corazón.
Al salir de la ceremonia, me dirigí a
una cabina telefónica y llamé y hablé por teléfono con Isabel; ambos lloramos
de alegría, me puso al habla con nuestro hijo de sólo diecisiete días, le mandé
un sonoro beso y la mejor de mis bendiciones; aunque aún no teníamos constancia
escrita, yo colmé a Isabel de confianza en que todo se iba a solucionar
satisfactoriamente.
Llamé al Padre Carda,
que no fue tan optimista como yo; tenía el ánimo temeroso de que las cosas no habían
ido como el esperaba; la posibilidad de una respuesta negativa era “muy
probable”.
Me fui a comer y
dedicar dos horas a dormir tranquilo, porque me sentía agotado, por aquella
mezcla de cansancio físico, mental y espiritual que llega a producir hasta
temblores orgánicos.
Cuando desperté a las ocho de la tarde,
salí a deambular por las calles cercanas y tras de tomar unas pizzas, un vaso
de vino y una tila, volví a la cama; mis intentos de dormir fueron inútiles; la
cabeza me daba vueltas, me dolía la espalda y sentía taquicardias en el pecho.
Viví horas de
angustia; tenía que tomar una decisión para paliar el tormento psicológico que
me había ganado la partida; era un hombre derrotado y muy triste; estaba solo y
no se me ocurría solución alguna.
Ya de madrugada tuve
un pensamiento extraño;
“lo mejor es no volver a la
Congregación de la Fe; ya tienen todos los elementos para poder informar al
Santo Padre sobre mi y mis razones de proceder así como el contenido completo
de mi Tesis Doctoral; me voy a casa y que Dios reparta suertes (como se dice en
el toreo); tenía el billete de vuelta para regresar a Madrid, y no veía razón
alguna para perder el tiempo en Roma; además era final de curso en el Colegio y
yo paseando por los parques de Roma.
El día veinticinco de mayo, me desplacé
hasta el Pontificio Colegio Español, para reflexionar con José María Carda mis
incertidumbres y zozobras; le conté todo lo sucedido en la ceremonia y Aula
Paulo VI; él captó mi tristeza y desaliento, y trató de consolarme; me aconsejó
que permaneciera en Roma hasta la entrevista del día cinco de junio, para la qu
ya estaba convocado; que no era de buen proceder dejar colgada a la Comisión;
que él me acompañaría gustoso y abogaría por mi, si llegaba el momento
oportuno; le agradecí y prometí seguir sus consejos.”
...CONTINUA...
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