Siendo pequeño participé muchas veces en las
Fiestas de San Antonio de Matián.
Mi abuelo materno, había nacido en Cullar, pasó
tambien su niñez en uno de los cortijos altos del territorio de Matián; murió
en Oria a la edad de cien años; hablaremos de él más adelante.
Para la gente de los cortijos cercanos, como
Malagón, donde yo vivía, era todo un gran acontecimiento ir a las Fiestas ; era
lo máximo que podíamos ver;.
El contemplar aquellos extraños personajes,
“Moros y Cristianos”, encerraba en sí todo un misterio envuelto en un halo de
magia, grandiosidad y asombro.
Con el tiempo descubrí que tales reyes,
guerreros y ángeles, eran personas de carne y hueso, conocidos de siempre, labradores y pastores, amas de casa y
niños amigos de infancia.
Yo debía vivir en el limbo de la vida rural, tan
rural que no llegaba a identificarlos en su actuación teatral.
La ilusión y la fantasía me elebaban a las
regiones ignotas de mi inocente imaginación de niño, nacido y criado entre
encinas, romeros, retamas, trigales y los tomillares, rebaños de ovejas, cabras
y corderos.
Hoy me perdono a mi mismo todo aquel despiste,
aceptando que, lo de “no haber pisado una escuela” hasta mi entrada en el
Seminario a los casi quince años de edad, marcaba toda una indefinida
diferencia con los niños de mi edad que sí asistían a los colegios de entonces.
Estas tan sencillas imágenes culturales y religiosas permanecieron
varios años en mi mente; hasta cuando recuperé con creces el tiempo y los
conocimientos perdidos.
Lo digo sin rubor y con gran orgullo: he vivido
ahí, en la colina de mis recuerdos, “con Matián a la vista”, como el punto más
elevado de mi visión de niño más campesino que ninguno de mis coetaneos de
infancia.
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