domingo, 8 de mayo de 2016

Diálogos en el Vaticano, 32. AQC.914


Aunque desde que entré en el seminario, con quince años, tuve clara mi ideal de Sacerdocio; pues en el inicio mismo de mi lectura del Evangelio percibí que Pedro, el Pescador de Galilea, fue llamado al Sacerdocio por Jesús, al igual que otros Apóstoles, siendo hombres casados.

Esta noticia inicial tomó más fuerza con la lectura del Antiguo Testamento, en que la figura sacerdotal siempre aparecía con hombres tan significativos en la historia de la Salvación, como Abraham, Moisés, Aarón, etc.-, todos eran hombres casados; Joaquín y san José, el abuelo y el padre legal de Jesucristo,   estaban igualmente casados.

Si a esto añadimos la firme voluntad divina del “creced y multiplicaos”, la idea de considerar la bondad y santidad del matrimonio, en los planes de Dios al crear el mundo, regido por el ser humano de esa manera establecido, no me permitía admitir que una institución humana establecida por el mismo Dios que se había hecho Hombre en beneficio y Salvación del humano delito universal de desobediencia, engendrada por la envidia de “querer ser como Dios”; me parecía una absoluta falta de rigor al considerar y reconocer la infinita sabiduría y bondad de nuestro Creador y Padre.

Luego, vendría el conocimiento de los primeros siglos del Cristianismo, en que, todos los Santos Padres de la historia de la Iglesia, estaban también casados

 Este razonamiento pudo en mi mucho más que los cargos, el buen nombre, las prebendas que acompañan a muchos jerarcas y célibes clérigos, que han regido y rigen los destinos de la Santa Sede y gobierno curial de nuestra Madre la Iglesia, nacida en un pesebre, asentada en la pobreza de “no tener ni donde reclinar la cabeza”.
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