Aunque desde que entré
en el seminario, con quince años, tuve clara mi ideal de Sacerdocio; pues en el
inicio mismo de mi lectura del Evangelio percibí que Pedro, el Pescador de
Galilea, fue llamado al Sacerdocio por Jesús, al igual que otros Apóstoles,
siendo hombres casados.
Esta noticia inicial
tomó más fuerza con la lectura del Antiguo Testamento, en que la figura
sacerdotal siempre aparecía con hombres tan significativos en la historia de la
Salvación, como Abraham, Moisés, Aarón, etc.-, todos eran hombres casados; Joaquín
y san José, el abuelo y el padre legal de Jesucristo, estaban igualmente casados.
Si a esto añadimos la
firme voluntad divina del “creced y multiplicaos”, la idea de considerar la
bondad y santidad del matrimonio, en los planes de Dios al crear el mundo,
regido por el ser humano de esa manera establecido, no me permitía admitir que
una institución humana establecida por el mismo Dios que se había hecho Hombre
en beneficio y Salvación del humano delito universal de desobediencia,
engendrada por la envidia de “querer ser como Dios”; me parecía una absoluta
falta de rigor al considerar y reconocer la infinita sabiduría y bondad de
nuestro Creador y Padre.
Luego, vendría el
conocimiento de los primeros siglos del Cristianismo, en que, todos los Santos
Padres de la historia de la Iglesia, estaban también casados
Este razonamiento pudo en mi mucho más que los
cargos, el buen nombre, las prebendas que acompañan a muchos jerarcas y célibes
clérigos, que han regido y rigen los destinos de la Santa Sede y gobierno
curial de nuestra Madre la Iglesia, nacida en un pesebre, asentada en la
pobreza de “no tener ni donde reclinar la cabeza”.
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